Tres pequeños autobuses nominados por unas alegres jovenzuelas como “catamaranes terrestres” se dirigían a un precioso complejo campestre con piscina y churrasquera. De dichos vehículos, eufóricos muchachos salían por las ventanas con latas de cerveza y sin polera, así como las chicas bailaban de pie, tratando de mantener el equilibrio o agarradas a los tubos de seguridad, mientras se repartían entre gritos y carcajadas la pequeña tapa del tequila.
Tal estado de emoción y desafuero podía deberse a una sola cosa: el último día de clases de los flamantes bachilleres del año. Exhibían una felicidad exagerada, tal como lo habían hecho toda la mañana, sin sospechar -o quizás temiendo- que se encontraban en la exacta línea divisoria que separaba la armonía hipócrita de la sobriedad de el caos veraz de la ebriedad.
Habían empezado su última jornada escolar con la clase de literatura, sacándose fotos, mostrándose entre sí sus artículos playeros y bromeando con la maestra sobre las botellas con que la retarían en la fiesta de graduación; ella se defendía pregonando con orgullo su frase victoriosa: "No le enseñarán a mamá mona a comer bananas verdes", mientras reía con ellos.
Durante los tres recreos, toda la promoción se reunió en la cancha para cantar abrazados como hermanos las canciones y porras con las que se identificaban, todos acogidos por la energía mística del trapo que llevaba pintado su nombre y que les daba el valor para, entre canto y canto, gritar improperios a todo pulmón. Luego, al sonar la campana que finalizaba con cada uno de los recreos, se agarraban de la cintura y formaban un interminable trenecito que recorría de arriba a abajo el colegio y pasaba por delante de las directoras, quienes se escandalizaban por la ligereza de los versos que oían.
Finalizaron la alegre mañana con la clase de inglés, y a pesar de que habían peleado durante todo el año con el profesor que la impartía, aquel día en particular decidieron hacer las paces y continuar la fiesta, incluyéndolo a él como camarógrafo oficial. La última hora y media de la jornada escolar transcurrió entre fotografías, filmaciones y más cantos, esta vez acompañados por una guitarra, hasta que apareció la regente atraída por el desorden, quien, al hacer una súbita entrada, impuso un silencio glaciar que se derritió luego de haber decomisado cuatro celulares y dos cámaras fotográficas.
A pesar del infortunio, cuando la gloriosa campana final repicó en todo el recinto, los cientos de estudiantes salieron en tropel a adueñarse de la calle. La promoción, aprovechando el privilegio de ser los más importantes, contrataron a la banda y se asentaron en la acera de enfrente a bailar y gozar con bombos y trompetas. No paraban de reír, cosquilleados por las caras sepulcrales de la regente, la tutora y las directoras que los miraban desde el colegio como gárgolas en una catedral. Todo era color de rosas ese día, y lo fue aún más con la tan ansiada llegada de los autobuses que los llevarían a la villa de la diversión.
Recorrieron veintidós kilómetros en media hora y en ningún momento dejaron de reír, bailar y corear las canciones de moda. Llegaron al establecimiento como puercos al lodazal, y luego de bajar sus cuerpos y con ellos, los fardos de cerveza y las botellas de ron y tequila, asaltaron los baños, desesperados por el calor y las ganas de beber en la piscina. A razón de que el curso estaba conformado por cincuenta mujeres y veinte hombres, y tomando en cuenta la fraternal confianza que se tenían, las chicas terminaron metidas en el baño de los varones, apurándolos a salir y haciendo posesión también de este, pues un baño no era suficiente para abastecer la prisa de aquellos adolescentes.
Las bebidas empezaron a circular con más fluidez, de modo que para la hora del almuerzo, varios habían dejado de hacerse responsables de sus acciones. El alcohol empezaba a hacer efecto en la sangre de los jovenzuelos, primero alegrándolos, luego despojándolos de su diplomática hipocresía, por lo cual, hacia el final de la tarde, todos se habían podido mostrar tal cual eran.
Un alma solitaria, parada en el borde de la piscina con un baso de soda con tequila e investida de toda su soledad observaba la escena con una percepción sobrehumana tal, que podía sentir que leía sus mentes.
En un rincón, un muchacho igual de solitario peleaba contra su propio desamparo mientras seducía a una chica a la que jamás se acercaría en sobriedad. Por otro lado, un poco a lo lejos, tres señoritas que no habían probado el etílico elemento observaban el cielo ignorantes de la situación, aunque en el fondo podían calcular que no todo estaba tan bien como en la mañana. En otra dirección, dos amigos de toda la vida eran retenidos por otros dos, estos últimos, tratando de evitar que entre los primeros haya una confrontación bélica a causa de un par de románticas compañeras de sentimientos confundidos. En otro lugar, las muchachas más alegres de la fiesta bailaban descalzas sobre vidrios rotos, mientras por otro lado, dos compañeros ayudaban a caminar a un tercero, guiándolo justo delante de la chica que lo observaba todo, donde se desarrollaría el más bochornoso de los conflictos.
Cuando el semi inconsciente joven se paró a metro y medio de la silenciosa jovencita, y como si el lugar estuviese marcado por una cruz invisible, otra sulfurada compañera apareció de la nada gritándole que era un desgraciado, que le había pegado a su amiga. Y como ninguno de los dos disponía de la capacidad motriz de reaccionar, el chico siguió su camino en brazos de sus amigos, mientras que la chica seguía gritando a los cuatro vientos que aquel maldito había golpeado a su amiga.
La chica que todo lo observaba descubrió entonces, detrás de la piscina, a la violentada muchacha, rodeada esta de jovencitas que trataban de consolar su incontenible llanto hediondo a alcohol. La primera no tuvo ganas de indagar sobre lo sucedido, así que se puso a caminar sin rumbo hasta toparse con sus amigas. De haber sido por ella, habría seguido su camino en soledad, investida por la sinceridad infranqueable de su bebida, pero al ser encontrada por aquel feliz y tranquilo grupo de señoritas, fue acompañada por ellas en su melancolía hasta que llegaron a recogerla de ese carnaval.
En los siguientes días, ella suponía, todos se refugiarían en la infalible excusa del olvido; e incluso los de la memoria más resistente actuarían como si hubiesen sido víctimas de la amnesia. El hipócrita protocolo se restituiría y el bachillerato de aquel año seguiría teniéndose un trato cariñoso y fraternal, a pesar de que las habladurías entre pequeños grupos de amigos con respecto al tema serían un caso de tiempo prolongado.
El cinismo inundaría cada diálogo y gesto que tuvieran entre ellos y el rencor carcomería sus corazones hasta que -en la siguiente fiesta- la sinceridad saliera a flote, nutrida de peleas y golpes.